¿No se dan cuenta de que han llegado al final del camino?

Fragmento de la novela "La rebelión de Atlas" (Ayn Rand)
Editorial Grito Sagrado

–Nuestro plan es verdaderamente muy sencillo –continuó Tinky Holloway, y trató de demostrarlo hablando con ufana y desenfada simplicidad–. Levantaremos todas las restricciones en la producción de acero y cada compañía fabricará lo que puede, según sus propios recursos. Pero, a fin de evitar la pérdida de tiempo y el peligro de una competencia desmesurada, todas las empresas depositarán sus ganancias brutas en un fondo común, que será conocido como “Fondo de Unificación Siderúrgica”, a cargo de una oficina especial. A fin de año, esa oficina repartirá los beneficios calculando la producción total de acero y dividiendo dicha cifra por el número de altos hornos en funcionamiento. Se realizará así una distribución equitativa para todos, pagándose a cada compañía según sus necesidades. Y como la conservación de los hornos es una necesidad básica en esta industria, se tendrá en cuenta para ello el número de hornos que cada firma posea.

Hizo una pausa, y añadió:

–Eso es todo, señor Rearden. – Y al no obtener respuesta, siguió: –¡Oh! Desde luego, habrá que eliminar muchos obstáculos, pero… ése es el proyecto.

Fuese cual fuere la reacción que esperaran, la de Rearden no pudo menos que confundirlos. Se reclinó en su sillón con mirada atenta, fija en el espacio, como si contemplara algo bastante próximo. Luego, con cierta extraña nota burlona, tranquila y personal, preguntó:

¿Quieren decirme tan sólo una cosa, muchachos? ¿Con qué cuentan para ello?

Sabía que lo habían entendido porque observó en sus caras esa expresión terca y evasiva que en otros tiempos consideró propia de los mentirosos que engañan a sus víctimas, pero que ahora sabía que era algo peor: la de quien se engaña a sí mismo y a su propia conciencia. No contestaron, guardaron silencio, esforzándose no en hacerle olvidar su pregunta, sino en olvidar ellos que la habían escuchado.

¡Es un plan muy sensato! –exclamó de improviso James Taggart, con un dejo de animación–.¡Funcionará! ¡Tiene que funcionar! ¡Queremos que funcione!

Nadie le contestó.


¿Señor Rearden…? –preguntó Holloway tímidamente.

Veamos –dijo éste–, Associated Steel, de Orren Boyle, posee sesenta altos hornos, un tercio de los cuales están ahora sin funcionar, mientras el resto produce un promedio de trescientas toneladas diarias por horno. Yo tengo veinte que trabajan a toda su capacidad, produciendo setecientas cincuenta toneladas de metal Rearden por horno por día. Entre los dos poseemos, pues, ochenta altos hornos, con una totalidad de producción “unificada” de 27 mil toneladas, lo que representa 337,5 toneladas por horno. Las quince mil toneladas diarias que produzco me pagarán como si fueran 6.750, mientras que por sus 12.000, Boyle recibirá el equivalente a 20.250. No tengo en cuenta a los otros miembros del fondo común, porque no influirán más que en rebajar aún más el porcentaje, ya que la mayoría de ellos trabaja peor que Boyle, y ninguno produce tanto como yo. ¿Cuánto tiempo creen que voy a durar bajo ese plan?

No hubo respuesta y luego Lawson exclamó súbitamente con expresión de rectitud:

–¡En tiempos de peligro nacional, es su deber servir, sufrir, y trabajar para la salvación del país!

–No comprendo de qué manera las transferencias de mis ganancias al bolsillo de Orren Boyle contribuirán a salvar el país.

–¡Usted debe hacer determinados sacrificios en beneficio público!

–No comprendo por qué Orren Boyle es más “público” que yo.

–¡Oh! No tiene nada que ver con el señor Boyle. Se trata de algo muy amplio, que abarca a más de una persona. Hay que proteger los recursos naturales y las fábricas y proteger todas las instalaciones industriales del país. No podemos permitir que quiebre una organización tan importante como la del señor Boyle. La nación la necesita.

–Yo creo –dijo Rearden lentamente– que el país me necesita a mí mucho más que a Orren Boyle.

–¡Desde luego!- exclamó Lawson con entusiasmo-. El país lo necesita a usted, señor Rearden. Se da cuenta, ¿verdad?

Pero el ávido placer de Lawson ante aquella fórmula familiar de autoinmolación desapareció bruscamente al escuchar la voz de Rearden, una voz fría, de comerciante:

–Sí, me doy cuenta.

–No se trata sólo de Boyle –insistió Holloway, suplicante–. La economía nacional no está en condiciones de soportar una dislocación de gran alcance. Hay miles de obreros trabajando en las fábricas de Boyle y también proveedores y clientes. ¿Qué les ocurriría si Associated Steel quebrara?

–¿Y qué sucederá a los miles de mis obreros, proveedores y clientes si soy yo el que quiebra?

–¿Usted, señor Rearden? –preguntó Holloway, incrédulo–.¡Pero si usted es el industrial más rico, seguro y fuerte del país en estos momentos!

–¿Y qué puede ocurrir más adelante?

–¿Cómo?

–¿Cuánto tiempo creen que podré trabajar a pérdida?

–¡Oh, señor Rearden! ¡Tengo plena confianza en usted!

–¡Al diablo con su confianza! ¿Cómo quieren que lo haga?

–¡Ya encontrará algún modo!

–¿Cómo?

No hubo respuesta.

–No podemos teorizar sobre el futuro –exclamó Wesley Mouch– cuando hay un colapso nacional inmediato que evitar. ¡Hay que salvar la economía nacional! ¡Tenemos que hacer algo! –La imperturbable mirada de curiosidad de Rearden le hizo perder los estribos.– ¿Es que tiene alguna solución mejor para ofrecernos?

–Desde luego –contestó enseguida–. Si es producción lo que desean, déjennos el camino libre, destruyan todas sus condenadas disposiciones, permitan que Orren Boyle se arruine y déjenme comprar Associated Steel. A partir de ese momento, cada uno de sus sesenta hornos producirá mil toneladas diarias.

–¡Oh! Pero es que… no podemos –jadeó Mouch–. Se trataría de un monopolio. Rearden rió.

–De acuerdo –dijo con indiferencia–. En ese caso, permitan que el supervisor de mis hornos sea quien haga la compra. Hará un mejor trabajo que Boyle.

–¡Oh! Pero eso sería permitir a los fuertes aprovecharse de los débiles. ¡No podemos consentirlo!

–Entonces no hablen de salvar la economía nacional.

–Todo lo que deseamos es… –se interrumpió.

–Todo lo que desean es una producción sin hombres capaces de producir, ¿verdad?

–Eso es… eso es teoría pura. Una exageración teórica. Lo que pretendemos es un ajuste temporario.

–Llevan ustedes años haciendo estos ajustes temporarios. ¿No se dan cuenta de que no les queda ya más tiempo?

–Eso es sólo… –su voz se fue apagando, hasta dejar de oírse.

Bien, fíjese en esto –dijo precavidamente Holloway -. No se trata de que el señor Boyle sea realmente… débil. El señor Boyle es un hombre de gran inteligencia, lo que ocurre es que ha sufrido algunos reveses desafortunados, totalmente imposibles de controlar. Había invertido enormes sumas en un gran proyecto, para asistir a los países económicamente en vías de desarrollo de Sudamérica, y la crisis del cobre ha representado un grave golpe financiero para él. Se trata sólo de darle la oportunidad de reponerse, de darle una mano que lo ayude a salvar ese hueco, un poco de ayuda temporaria, nada más. Lo que tenemos que hacer es nivelar los sacrificios y, a partir de entonces, todo el mundo se recuperará y prosperará.

–Ustedes han venido nivelando los sacrificios desde hace más de cien… –se detuvo–… desde hace más de mil años –articuló Rearden lentamente- . ¿No se dan cuenta de que han llegado al final del camino?

–¡Eso es sólo teoría! – exclamó Wesley Mouch.

Rearden sonrió.

–Conozco sus procedimientos –dijo suavemente–. Ahora son sus teorías las que trato de comprender.

No dejaba de intuir que el motivo específico, oculto tras el insensato plan, era Orren Boyle, y que un intrincada mecanismo de extorsión, amenaza, presión y chantaje, similar a una calculadora irracional que se hubiera vuelto loca y realizara operaciones descabelladas, había contribuido a incrementar la presión ejercida por Boyle sobre aquellos hombres a fin de forzarlos a la entrega de la última pieza de su saqueo. Sabía también que Boyle no era la causa ni el elemento esencial a considerar, sino tan sólo un usuario oportunista. No era Boyle quien había creado ni hecho posible la máquina infernal que ponía en peligro al mundo, ni tampoco ninguno de los hombres reunidos en aquella habitación. Todos viajaban en un vehículo sin conductor y sabían que acabaría desbarrancándose en su abismo final. Y no era amor ni miedo hacia Boyle lo que los hacía aferrarse a su ruta y seguir avanzando, sino algo distinto: un elemento, todavía sin nombre, que conocían, pero que trataban de evitar; algo que nada tenía que ver con la reflexión o la esperanza; algo que Rearden identificaba como cierta expresión en sus rostros; una expresión furtiva que parecía decir: "Yo puedo salir del paso". Hank pensó: "¿Y por qué creen que pueden?".

–¡No podemos permitirnos teorías! –repitió Wesley Mouch-. Tenemos que actuar.

– Bueno, entonces voy a ofrecerles otra solución. ¿Por qué no confiscan más fundiciones y listo?

La sacudida que los estremeció fue producto de un auténtico terror.


–¡Oh! ¡No! –jadeó Mouch.

–¡Ni pensarlo! –exclamó Holloway.

–¡Somos partidarios de la libre empresa! –gritó el Dr. Ferris.

¡No queremos perjudicarlo! –añadió Lawson, alterado–. Somos sus amigos, señor Rearden. ¿No podríamos actuar juntos? Somos amigos suyos.

Al otro lado de la habitación había una mesita con un teléfono, la misma mesa y probablemente el mismo teléfono sobre los cuales otro hombre se había inclinado hacía tiempo, alguien que ya entonces comprendía lo que Rearden empezaba a comprender y que había rehusado satisfacer la petición que ahora él negaba a los actuales ocupantes del aposento. Ambos vivían el final de aquella lucha y Hank podía ver el rostro torturado de Francisco y oír sus desesperadas palabras: “Señor Rearden, le juro… por la mujer que amo… que soy su amigo”.
Tal fue el hecho que entonces calificó de traición, y ése el hombre al que había rechazado, para seguir sirviendo a los que ahora se enfrentaban a él. ¿Entonces, quién había sido el traidor? Lo pensó casi sin sentir nada, sin derecho a sentir, inconsciente de todo lo que no fuera una solemne y reverente claridad. ¿Quién había otorgado a sus actuales ocupantes los medios para obtener aquella habitación? ¿Quién había sido sacrificado y en provecho de quién?

–¡Señor Rearden! –gimió Lawson–. ¿Qué le ocurre?

Volvió la cabeza y al percibir las temerosas pupilas de Lawson, adivinó lo que éste había visto en su cara.

–¡No queremos ocupar sus fundiciones!- gritó Mouch.

–¡No queremos privarlo de su propiedad! –exclamó Ferris–. No nos comprende.

– Empiezo a entenderlos.

Se dijo que un año atrás lo hubieran asesinado; dos años atrás habrían confiscado sus propiedades; generaciones antes, pensó, hombres de esta calaña se habían podido permitir el lujo de cometer expropiaciones y asesinatos, con la seguridad de fingir ante sí mismos y ante sus víctimas que el botín material era su único objetivo. Pero el tiempo se les estaba acabando y las víctimas habían desaparecido antes de lo que pudiera prometer cualquier cálculo histórico, y ellos, los saqueadores, se encontraban ahora en la necesidad de enfrentarse a la realidad indiscutible de su objetivo.

–Escuchen –dijo Rearden, cansado–. Sé lo que desean. Quieren comerse mis fundiciones y, al mismo tiempo, tenerlas. Y todo lo que quiero saber es qué les hace suponer que es posible.

–No sé a qué se refiere –contestó Mouch, ofendido–. Ya hemos dicho que no queremos sus plantas.

–Bien. Lo diré de un modo más preciso: quieren devorarme y al mismo tiempo contar conmigo. ¿Cómo piensan lograrlo?

–No sé cómo puede decir tal cosa, luego que le aseguramos que los consideramos un elemento de importancia incalculable para el país, para la industria del acero, para…

–Les creo. Por eso este enigma resulta aún más difícil. ¿Me consideran de importancia incalculable para el país? ¡Por Dios! Me consideran de importancia incalculable hasta para sus propias vidas. Permanecen ahí sentados, temblorosos, porque saben que soy el último capaz de salvarles la vida, y porque saben también que queda poco tiempo. Sin embargo, proponen un plan para destruirme; un plan que me exige, sin lugar a dudas, sin rodeos o escapatorias, que trabaje a pérdida, que trabaje aunque cada tonelada que consiga me cueste más de lo que sacaré de ella; que mande al diablo mi riqueza, hasta que todos juntos nos muramos de hambre. Semejante irresponsabilidad no es posible en ningún hombre, ni siquiera en un saqueador. Pero para haberlo ideado, ustedes deben contar con algo. ¿Con qué cuentan?

Observó la mirada de fastidio que se pintaba en sus caras, una expresión peculiar, dotada de cierto aire secreto y al mismo tiempo resentido, como si increíblemente, fuese él quien les ocultara algo.

–No comprendo por qué adopta una actitud tan derrotista –dijo sobriamente Mouch.

–¿Derrotista? ¿Creen verdaderamente que puedo seguir trabajando dentro de ese plan?

–¡Pero se trata de una medida temporaria!

–No existen suicidios temporarios.

–¡Sólo se ejercerá mientras dure la situación de emergencia! ¡Sólo hasta que el país se recupere!

–¿Y cómo quieren que ocurra tal recuperación?

No hubo respuesta.

–¿Cómo esperan que yo produzca, después de que haya quebrado?

–Usted no quebrará. Usted producirá siempre –dijo el Dr. Ferris indiferente, ni alabándolo ni increpándolo, simplemente en el tono de quien declara un hecho natural, como si hubiera dicho a otro: “Siempre será un holgazán. No puede evitarlo, lo lleva en la sangre”. O, para ser más científico, “Usted está condicionado a ser de ese modo”.

Rearden se irguió. Era como si hubiese estado luchando por encontrar la combinación secreta de una cerradura y, de pronto, en aquellas palabras, hubiera distinguido el leve chasquido indicador de que acababa de dar con ella.

–Simplemente es cuestión de sobrellevar la crisis –indicó Mouch–, de dar un respiro al pueblo, una posibilidad de recuperarse.

–¿Y luego?

–Las cosas mejorarán.

–¿Cómo?

No hubo respuesta.

–¿Qué las mejorará?

–¡Por Dios, señor Rearden! La gente no se queda quieta –exclamó Holloway–. Hacen cosas, crecen, avanzan.

–¿Qué gente?

Holloway agitó levemente la mano.

–El pueblo –dijo.

–Pero, ¿qué pueblo? ¿El pueblo al que ustedes van a proporcionar lo que queda de Rearden Steel sin conseguir nada a cambio? ¿La gente que seguirá consumiendo más de lo que produce?

–Las condiciones cambiarán.

–¿Quién las cambiará?

No hubo respuesta.

–¿Les queda algo por saquear? Si antes no se dieron cuenta de la naturaleza de su política, puede que no lo hagan ahora. Miren a su alrededor. Todos esos malditos Estados populares desparramados por la Tierra, han venido existiendo tan sólo gracias a lo que ustedes exprimieron a este país. Pero no les queda ya nada que extraer o de qué valerse, ningún país sobre la faz de la Tierra. Éste era el más grande y el último. Lo han dejado sin sangre, lo ordeñaron por completo, y yo soy el único y último resto del esplendor que alguna vez tuvo y que ya no puede recuperar. ¿Qué harán ustedes y su mundo de Estados populares cuando hayan acabado conmigo? ¿En qué confían? ¿Qué ven en el futuro, excepto pura y simple hambruna animal?

No contestaron, ni siquiera lo miraban. En sus caras se pintaba un obstinado resentimiento, como si sus palabras contuvieran la promesa de un mentiroso.

Luego Lawson dijo suavemente, reprochándole aquello y despreciándolo a la vez:

–Después de todo, ustedes, los empresarios, llevan años y años prediciendo desastres. Han advertido catástrofes luego de cada medida progresista, y siempre aseguraron que pereceríamos. Pero no fue así.

Inició una sonrisa, pero se interrumpió al observar la repentina intensidad que se pintaba en los ojos de Rearden. Éste había escuchado otro leve chasquido en su mente, más fuerte que el anterior: el segundo cilindro había conectado la combinación de la cerradura. Se inclinó hacia delante.

–¿Con qué cuentan? – preguntó. Su tono había cambiado, ahora era bajo y sonaba de un modo regular con el sonido persistente de una perforadora.

–¡Sólo es cuestión de ganar tiempo! –exclamó Mouch.

–Ya no tenemos más tiempo.

–Necesitamos una oportunidad –dijo Lawson.

–Ya no hay oportunidades.

–¡Sólo hasta que nos recuperemos! –gritó Holloway.

–No hay modo de recuperarse.

–Hasta que nuestra política empiece a dar resultado –agregó Ferris.

–No hay modo de que lo irracional funcione. –No hubo respuesta. – ¿Qué puede ya salvarlos?

–¡Usted hará algo! –exclamó James Taggart.

Entonces, aunque se trataba de una frase que había escuchado muchas veces en el transcurso de su vida, esta vez provocó un estallido ensordecedor en su interior, como si la puerta de acero se hubiese abierto luego de colocarse en su sitio el cilindro final, completando con su minúscula numeración la suma de un todo que servía para abrir el cerrojo complejo. La respuesta unía todas las piezas; tanto las preguntas formuladas como las heridas sin resolver en su existencia.

En el momento de silencio que siguió, tuvo la impresión de escuchar la voz de Francisco preguntándolo también ahora, en el recinto en que se hallaban: "¿Quién es el más culpable de los aquí reunidos?". En el pasado había respondido: "Supongo que… James Taggart", y Francisco, sin reproche, había disentido: "No, señor Rearden, no es James Taggart". Ahora, en esta habitación y en el presente instante, su mente respondió: "Soy yo".

Había maldecido a estos saqueadores por su obstinada ceguera, y era él quien la había hecho posible. Desde la primera extorsión que aceptara, desde la primera disposición que obedeciera, les había dado motivos para creer que la realidad era algo a lo que podían engañar; que podía exigirse lo irracional y que alguien lo aportaría de un modo u otro. Si había aceptado la ley de Igualación de Oportunidades; si había aceptado el decreto 10-289; si había acatado la regla según la cual aquéllos que no igualaban sus cualidades tenían el derecho a disponer de ellas. Si aquéllos que no habían sabido ganarse la vida obtenían beneficios y, en cambio, los otros sólo experimentaban pérdidas; si los incapaces de pensar eran quienes mandaban y los otros quienes obedecían… ¿eran ilógicos al creer que vivían en un universo irracional? Él había obrado en beneficio de ellos y había aportado todo lo que le pidieron. ¿Eran ilógicos al creer que sólo tenían que desear sin preocuparse por lo posible, mientras él estaba destinado a atender sus deseos, por medios que no se tomaban la molestia de conocer ni de nombrar? Aquellos impotentes místicos, luchando por escapar de la responsabilidad de la razón ¿sabían que él, el racionalista, se doblegaba a sus caprichos; que les había entregado un cheque en blanco sobre la realidad?... ¿Qué no debía preguntar por qué, ni ellos, cómo? Le exigirían que entregase una parte de su riqueza, luego todo cuanto tuviese y, más tarde, incluso más que eso… ¿Imposible?... No. Él haría algo.

No se dio cuenta de que se había puesto de pie y que contemplaba desde su altura a James Taggart, viendo en la acusada descomposición de sus facciones la respuesta a todas las destrucciones presenciadas en el curso de su vida.

–¿Qué le ocurre, señor Rearden? ¿Qué he dicho? –preguntaba Taggart con creciente ansiedad, pero la mente de Hank se hallaba fuera del alcance de su voz.

Estaba contemplando el paso de los años, las monstruosas extorsiones, las imposibles demandas, las inexplicables victorias del mal, los absurdos planes y los ininteligibles objetivos proclamados en volúmenes de fangosa filosofía. La desesperada perplejidad de las víctimas, según las cuales alguna malévola y compleja sabiduría movía las fuerzas destructoras del mundo. Y todo eso había descansado sobre una condición evidenciada ahora en los vacilantes ojos de los vencedores: "¡Él hará algo! ¡Saldremos del apuro! ¡Él hará algo!".

"Ustedes, los empresarios, se lo pasan predicando que pereceremos." Era cierto, pensó. No habían sido ciegos a la realidad, pero él sí, ciego a la realidad que él mismo se había creado. No, no habían perecido. ¿Pero quién sí? ¿Quién pereció para pagar aquella supervivencia? Ellys Wyatt… Ken Danagger… Francisco d`Anconia.